miércoles, 16 de febrero de 2011

La fiesta

Les he estado observando desde esta mañana. Han llegado al refugio a pie, con sus mochilas a la espalda y cantando las típicas canciones estúpidas que cantan los jóvenes. Son tres parejas, ninguno de ellos parece superar los dieciocho años.

Desde mi húmedo y oscuro escondite puedo observar casi todos sus movimientos. Betty está a mi lado y siento que está sedienta. La acaricio con ternura y le digo que no falta mucho, que pronto podrá beber hasta saciarse.

Pasan el día correteando por el prado y bañándose en el lago. Más tarde organizan una barbacoa, salchichas y hamburguesas, el olor de la carne asada llena mis fosas nasales y me hace salivar.

Continúan con sus estúpidos juegos hasta que, al atardecer, baja la temperatura y buscan el calor del interior del refugio. Betty sigue sedienta y nuevamente le pido paciencia.

Vuelvo mi vista de nuevo hacia el refugio y les veo sacar varias botellas. Parece que van a organizar una fiestecita, no hay problema, que disfruten, cuando empiecen a retirarse a las habitaciones Betty y yo montaremos nuestra propia fiesta. Me llega un olor familiar, ¡marihuana!, parece que vienen preparados para una buena juerga.

Hasta mi llegan los sonidos de la fiesta de los chicos. El tintineo de los vasos y botellas, la música infernal que escuchan los jóvenes hoy en día y las risas. ¡Dios, como odio que se rían! Siento de nuevo la terrible sed de Betty. La tranquilizo, ya no falta mucho.

Un par de horas más tarde, las risas se han ido apagando y los silencios entre la cháchara son cada vez más largos. Seguro que ya han empezado con los arrumacos, dentro de nada se dispersarán por las habitaciones.

Han apagado la luz de la sala y se encienden las del piso superior, han entrado en las habitaciones para el fin de fiesta.
Espero aún unos minutos mientras noto la impaciencia de Betty. Le digo que se tranquilice, que ya ha llegado el momento. La levanto del húmedo suelo donde hemos permanecido ocultos y nos dirigimos al refugio.

La puerta está abierta, la estúpida despreocupación de la juventud me facilita las cosas. Cojo una botella de ginebra y tomo un sorbo, solo un sorbo pequeño, lo suficiente para que me reconforte. Siento el ardiente líquido bajar por mi garganta y aposentarse en mi estomago. Ya es suficiente, dejo la botella donde estaba.

Miro las escaleras que llevan a las habitaciones del piso superior y en ese momento siento que la espera ha valido la pena.

Ahora Betty podrá beber.

Betty es mi hacha.

Y ahora ambos organizaremos nuestra propia fiesta.


1 comentario:

  1. que chistoso, todo me imaginé, menos que Betty, fuera el hacha que tenia sed de sangre.
    Me gustó.

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