PRÓLOGO
El
Muro o Muralla de Adriano es una antigua construcción defensiva de
la isla de Britania, levantada entre los años 122-132 por orden del
emperador romano Adriano para defender el territorio britano
sometido, al sur de la muralla, de las belicosas tribus de los pictos que se extendían más al norte del muro, en lo que llegaría a ser más tarde Escocia tras la invasión de los escotos provenientes de Irlanda. La muralla tenía como función también mantener la estabilidad económica y crear condiciones de paz en la provincia romana de Britannia al sur del muro, así como marcar físicamente la frontera del Imperio romano. Hoy día aún subsisten importantes tramos de la muralla, mientras que otras secciones han desaparecido al haber sido reutilizadas sus piedras en construcciones vecinas durante siglos.
sometido, al sur de la muralla, de las belicosas tribus de los pictos que se extendían más al norte del muro, en lo que llegaría a ser más tarde Escocia tras la invasión de los escotos provenientes de Irlanda. La muralla tenía como función también mantener la estabilidad económica y crear condiciones de paz en la provincia romana de Britannia al sur del muro, así como marcar físicamente la frontera del Imperio romano. Hoy día aún subsisten importantes tramos de la muralla, mientras que otras secciones han desaparecido al haber sido reutilizadas sus piedras en construcciones vecinas durante siglos.
Este
limes fortificado se extendía durante 117 km desde el golfo de
Solway, en el oeste, hasta el estuario del río Tyne en el este,
entre las poblaciones de Pons Aelius (actual Newcastle upon Tyne) y
Maglona (Wigton). La muralla en sí estaba construida en su totalidad
con sillares de piedra, tenía un grosor de 2,4 a 3 m y una altura de
entre 3,6 y 4,8 m. Contaba con 14 fuertes principales y 80 fortines
que albergaban guarniciones en puntos claves de vigilancia, así como
un foso en su parte septentrional de 10 m y un camino militar que la
recorría por su lado meridional. Más al sur del camino militar
construyeron otro foso con dos terraplenes de tierra para proteger la
muralla de ataques desde el sur. Su nombre se usa en ocasiones como
sinónimo de la frontera entre Escocia e Inglaterra, aunque en la
mayoría de su longitud, el muro sigue una línea más al sur que la
frontera moderna.
Su
función defensiva fue asumida posteriormente por la muralla de
Antonino Pío, levantada más al norte y abandonada tras un breve
período ante la hostilidad de las tribus caledonias, volviendo la
muralla de Adriano a ser el límite septentrional del territorio
romano de Britania. Los pictos atravesaron la muralla en tres
ocasiones, en 197, 296 y 367. Fue reparada y ampliada en 209, durante
el reinado de Septimio Severo, y definitivamente abandonada en el año
383. Después de su abandono los habitantes de la región
reutilizaron muchas piedras de la muralla para construir granjas,
iglesias y otros edificios.
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Pons
Aelius era un fuerte y asentamiento romano en el extremo oriental de
la muralla de Adriano situado al oeste de los fuertes de Segedunum (
Wallsend ) y Arbeia ( South Shields ), al norte de Concangis (
Chester-le-Street ), y en el este de Condercum ( Benwell ) y
Corstopitum ( Corbridge ). La población de la ciudad se estima en
alrededor de 2.000. La fortaleza se estima en 1,53 acres (6.200 m 2
).
Fue
en ese lugar donde abrí los ojos por primera vez. Mi padre, un
decurión de la guarnición y cristiano devoto, me concedió el
nombre de Héctor Laureano Claudio. Era el año 362.
I
Crecí
sano y fuerte bajo el amoroso cuidado de mis padres, sin embargo, no
pude gozar mucho tiempo de ese amor. En el año 367, cuando yo solo
contaba con cinco años de edad, ambos murieron en un ataque de los
pictos a la guarnición.
Quinto
Valerio, el pretor de la guarnición, cristiano como mi padre, me
tomó bajo su protección cuando supo que no tenía más familia.
Decidió que quedarme en la guarnición no sería bueno para mi y me
envió a su casa, una villa en el campo no muy lejos de Roma, con una
carta para su mayordomo, Craso, donde le daba instrucciones para que
cuidara de mi y me asignara un preceptor que
“me inculcara la cultura que todo ciudadano romano debía poseer.”
Viví
allí bajo los cuidados de Craso y de Aeto, mi preceptor, un erudito
griego. Ambos se convirtieron en mi nueva familia. Así, mientras
Aeto cultivaba mi mente, Craso hizo lo propio con mi cuerpo
enseñándome el uso de las armas y la lucha cuerpo a cuerpo que
conocía muy bien por haber sido legionario en el pasado.
Pero
la persona a la que me sentí más unido en aquellos tiempos fue
Julia. Julia era la hija adoptiva de Quinto. Tenía dos años menos
que yo, pelo rubio, ojos verdes, una naricita pequeña que hizo que
su rostro nunca perdiera su aire infantil y una boca de labios
generosos que jamás, mientras estuve a su lado, perdió la sonrisa.
Ella fue, al principio, mi compañera de juegos y mi confidente y
con el paso del tiempo, el cariño se convirtió en amor. Teníamos
solo catorce y doce años cuando nos juramos amor eterno.
A
mis catorce años me había convertido en un muchacho sano, de cuerpo
atlético y mentalidad abierta. Fue entonces cuando Quinto Valerio
regresó a casa. La razón de su regreso era su reciente nombramiento
como tribuno militar. Era el año 376.
Quinto
y yo pasamos mucho tiempo juntos a partir de entonces, momentos en
los que no cesaba de decirme lo satisfecho y orgulloso que se sentía
por mis progresos, de los cuales había sido informado desde el
primer momento por Craso y Aeto mediante correos. No tardó mucho en
demostrarme esos sentimientos cuando, a las pocas semanas de su
regreso, se presentó en casa con unos documentos que puso en mis
manos con una enorme sonrisa.
-Leelos
y dime que piensas- me dijo.
Examiné
el pergamino y descubrí con gran asombro que era un documento de
adopción. Quinto me había adoptado y me había nombrado su
heredero, ya que no tenía hijos.
-¿Y
bien?
-No
se que decir...me siento tan honrado...y tan feliz...
Me
abrazó y puso en mi dedo el sello familiar.
-¿Como
puedo agradecerte...?
-Haz
que siga sintiéndome orgulloso de ti...hijo mio.
Por
esa razón, fui conocido a partir de entonces como “el joven
Valerio”, aunque aquellos que me conocían bien, siempre me
llamaron Hector.
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Casi
un año después de mi adopción Quinto fue enviado a la región de
Nórica, en la actual Austria, en misión diplomática y fue su
decisión que yo le acompañara. Poco pude averiguar sobre su misión
en esas tierras, pero intuí que tenía relación con el avance del
ejercito visigodo que había cruzado el Danubio pocas semanas antes.
A mis quince años recién cumplidos poco mundo había visto yo, a
excepción de la guarnición donde nací y la villa de Quinto además
de alguna escapada esporádica a Roma, así que la idea de viajar me
tenía entusiasmado.
Partimos
una madrugada acompañados por una escolta de treinta hombres. La
duración del viaje, de unos 950 km, sería de entre veinticinco y
treinta y cinco días a caballo, dependiendo de las dificultades que
pudiésemos encontrar. Viajar largas distancias era duro en aquellos
tiempos, pero a pesar de las dificultades disfruté grandemente del
trayecto.
Sin
embargo, poco duró mi dicha, pues a falta de solo tres jornadas de
nuestro destino (unos 100 km.), fuimos atacados. No se cual era
exactamente su número, pero nos superaban ampliamente. Eran una
avanzadilla del ejército visigodo que había cruzado el Danubio y
que avanzaba implacablemente hacia el sur. Nos defendimos como
pudimos, pero su superioridad numérica se impuso, fui hecho
prisionero junto a siete hombres de nuestra escolta. El resto, mi
nuevo padre incluido, murieron en la pelea.
Nos
ataron con las manos a la espalda y nos unieron unos a otros con una
larga cuerda que pasaba alrededor de nuestros cuellos, así, en fila,
nos hicieron andar durante el resto de la jornada hasta que llegamos
a su campamento, donde nos encerraron en una jaula montada sobre un
carromato. Estaba tan agotado que ni me dio tiempo a preguntarme por
lo que me depararía el futuro. Así que me encontré en la jaula,
libre ya de mis ataduras, me tumbé sobre la paja que cubría el
suelo y me rendí al cansancio. Mi último pensamiento antes de
quedarme profundamente dormido fue para Julia.
Me
desperté a causa del traqueteo del carro que nos transportaba. Tras
el aturdimiento inicial por despertar de esa forma, recordé los
sucesos del día anterior y eché un vistazo a mi alrededor. Todo el
campamento se había puesto en marcha, estaba amaneciendo y por la
posición del sol pude ver que íbamos hacia el norte, sin duda
nuestros captores volvían a reunirse con el grueso de su ejército.
No
me equivoqué en mis deducciones. Dos días después, durante los
cuales no nos dieron de comer y apenas de beber, llegamos al
campamento principal de los bárbaros. Hasta donde alcanzaba mi vista
filas y más filas de tiendas de campaña se extendían ocupando la
totalidad de un extenso valle entre las montañas. Allí nos
encerraron fuertemente custodiados en una de las tiendas, nos
pusieron unos collares de hierro con una cadena que unieron a unas
estacas firmemente clavadas en el suelo y, finalmente, nos dieron de
comer. Nos sirvieron un cocido de carne y verduras que encontré
realmente sabroso. Me extrañó que alimentaran tan bien a los
prisioneros, pero no me quejé de mi suerte y devoré mi plato como
si fuera mi última comida en este mundo.
Por
la noche fuimos visitados por un grupo de siete hombres que se
dedicaron a observarnos detenidamente uno por uno. Eran gente
importante a jugar por sus ricas vestiduras, uno de ellos se acercó
a mi. Era un hombre muy alto y de anchas espaldas, tenía un bello
rostro enmarcado por una melena rubia que le llegaba a los hombros,
ojos azules nariz grande y boca de labios finos. Lucía una cuidada
barba. En perfecto latín, me preguntó:
-¿Eres
de familia noble?
Supuse
que lo dedujo de mis ropas, que a pesar de estar destrozadas por las
penurias pasadas los últimos días, eran evidentemente de mayor
calidad que las de mis compañeros de infortunio.
-Mi
padre es...era tribuno- respondí.
-¿Tienes
más familia?
-Solo
una hermana.
-¿Tienes
estudios?
-He
recibido una buena educación desde niño, señor.
-¿Sabes
de números. Podrías llevar las cuentas de una casa?
-Sin
duda, señor.
-Bien.
Sonrió
y se acercó a uno de los carceleros con el que mantuvo una corta
conversación tras la cual, una bolsa repleta de monedas cambió de
manos. El carcelero soltó la cadena de mi collar y la puso en las
manos del que ahora era mi amo, pues era evidente que ese hombre me
había comprado. Empezaba mi nueva vida como esclavo de un noble
bárbaro.
II
Mi
amo y yo, acompañados por un séquito de quince hombres, abandonamos
el campamento de madrugada. Esta vez se me concedió la gracia de
viajar montado, si bien el señor Hulgard, que tal era el nombre de
mi amo, se aseguró que me ataran a la silla para evitar mi fuga.
Cuatro
días después, viajando siempre hacia el norte, llegamos a una
pequeña ciudad asentada en la falda de una colina sobre la cual se
levantaba la residencia del amo. La ciudad, Hulgardburg, era una
mezcolanza de viviendas construidas unas de piedra, otras de madera,
otras con una mezcla de ambas materias. Sus habitantes vestían
pobremente, pero tenían un aspecto saludable. Las calles estaban
sorprendentemente limpias.
Atravesamos
la ciudad y tomamos un camino que subía serpenteante hasta la cima
de la colina y acababa a las puertas del palacio del amo. Este era
una construcción rectangular de dos pisos con paredes de piedra y
techo de madera. Adosados al mismo, dos edificios de madera eran
usados como establos y como habitaciones de la servidumbre.
Hulgard
me hizo entrar a su casa, hizo que me libraran de la cadena de mi
collar y dio unas ordenes a uno de los sirvientes en un idioma
gutural que no comprendí. Seguidamente se sentó a la mesa y me
indicó con un ademán que me sentara con él.
Obedecí
la orden y al poco rato nos servían de comer un potaje de verduras y
unas aves asadas, debo decir que lo encontré todo delicioso. Sin
embargo, me extrañó que Hulgard compartiese la mesa con un esclavo
y, a riesgo de incurrir en una falta de respeto, le pregunte por
ello.
-Héctor,la
tarea que te voy a encomendar conlleva una gran responsabilidad,
estás aquí para llevar la contabilidad de mi casa. ¿O acaso me
mentiste cuando afirmaste que podías hacerlo?
-No
te mentí, amo. De hecho, yo llevaba últimamente las cuentas de la
casa de mi padre adoptivo.
-Bien,
entonces tienes experiencia en el trabajo, mucho mejor.
-No
quiero faltarte al respeto, amo, pero eso no responde a mi pregunta.
-Dada
esa responsabilidad, también te daré algunos privilegios. Uno de
ellos es cierta independencia, no recibirás órdenes de nadie,
excepto de mi mismo, es más, te daré cierta autoridad, podrás dar
las órdenes que consideres oportunas con tal de beneficiar mi
hacienda. Vivirás aquí, en mi casa, ya tienes una habitación
preparada. También comerás con la familia.
Más
tarde fui presentado a la familia del amo:
Rehna,
su esposa, era casi tan alta como él, tenía la piel muy blanca y su
larga melena, que le llegaba más abajo de la cintura, era de un
rubio tan claro que casi parecía de plata.
Ator,
su hijo, contaba solo cinco años de edad, pero ya se adivinaba que
alcanzaría la poderosa constitución de sus progenitores. Tenía el
rostro de su padre.
Finalmente,
el amo me ordenó retirarme a dormir. Por la mañana me mostraría
los libros que debía poner en orden. Otro de los esclavos me
acompañó a mi habitación. Era una pieza con una cama, un
escritorio, una silla y un arcón que en ese momento se encontraba
vacío. Me sentía agotado, así que, cuando me quedé solo, me tumbé
sobre la cama sin desvestirme y me quedé dormido al instante.
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Apenas
había amanecido cuando entró en la habitación el mismo hombre que
me había acompañado el día anterior. Llevaba en sus manos una
jofaina con agua y una túnica verde hecha con tela de buena calidad.
Me lavé, me vestí y seguí al hombre hasta el despacho del amo. Por
el camino pasé frente a un gran espejo y me detuve a contemplar mi
imagen, entonces fui realmente consciente de mi situación. Si,
viviría cómodamente con la familia y vestiría caras vestiduras,
pero el collar de hierro que rodeaba mi cuello me recordaría
constantemente mi condición de esclavo.
Cuando
entré en el despacho de Hulgard, este se encontraba sentado ante una
gran mesa sobre la que se encontraban desparramados los libros de
contabilidad. Hulgard levantó la mirada al oírme entrar y sonrió.
-¡Ah!,
Héctor. Ven, siéntate, quiero que te pongas con esto ahora mismo.
Solo llevo unos minutos aquí y ya me da vueltas la cabeza. Verás
que los números no son lo mio, espero que puedas poner orden a todo
este lío.
-Pondré
todo mi empeño y mi saber en ello, amo.
-Bien,
entonces te dejo solo. Daré orden de que te traigan el desayuno.
Mantenme informado.
Me
llevó tres días poner orden en aquel caos. Hulgard era realmente un
hombre adinerado. Poseía tierras que tenía arrendadas, campos de
cultivo, ganado de todo tipo y una mina de hierro muy productiva,
además de los diezmos que, como señor, cobraba a los ciudadanos de
su feudo. Hulgard mantuvo su promesa, y a las horas de las comidas,
enviaba a alguien con la orden de que dejara lo que estaba haciendo y
fuera a sentarme a la mesa con los señores. Al final de esos tres
días tuve la satisfacción de informar a mi amo que, no solo había
conseguido organizar los libros, sino que además, había descubierto
que su patrimonio era bastante más abultado de lo que él había
calculado.
-¿Quieres
decir que en estos tres días me has hecho más rico?
-Eso
sería muy presuntuoso por mi parte, amo. Solo he descubierto que
eres más rico de lo que pensabas.
-Sabía
que hacía bien en traerte a esta casa. Estoy muy satisfecho de tu
trabajo, Héctor. Pongo las finanzas de mi casa en tus manos.
-Me
esforzaré en ser digno de la confianza que has puesto en mi.
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Seis
meses después, ya tenía controlada la economía de la hacienda de
Hulgard hasta el último céntimo, además, había introducido
algunos cambios que aumentaron considerablemente los beneficios del
amo. Una vez por semana le mostraba los libros y le daba un detallado
informe de los beneficios obtenidos.
Hulgard
alababa mi trabajo y, en ocasiones me premiaba con algún regalo,
pero nada me hizo tan feliz como el día que me devolvió algo que
creía perdido para siempre, el anillo con el sello de la casa de
Quinto Valerio. Lloré de emoción al recordar la casa donde me crié,
a Craso y a Aeto, a Quinto y, sobre todo, a Julia, a los que ya nunca
volvería a ver. Nunca, hasta ese momento, me había pesado tanto mi
collar de esclavo.
Pero
cuando llevaba casi dos años en aquella casa, un nuevo
acontecimiento daría un nuevo giro a mi vida. Un día, Hulgard me
llamó a su despacho.
-Voy
a emprender un viaje a Constantinopla- me dijo.- Se trata de un
asunto diplomático, pero quiero aprovechar el viaje para adquirir
algunas propiedades en esa ciudad. Tú me acompañarás para
asesorarme.
Una
semana más tarde, emprendíamos nuestro viaje a la nueva capital del
imperio romano.
III
En
el año 324 Constantino I el Grande, el emperador que refundaría la
ciudad de Constantinopla, venció al coemperador romano Licinio
(Flavio Valerio Licinio Liciniano 250–325), transformándose en el
hombre más poderoso del Imperio Romano. En ese contexto decidió
convertir la ciudad de Bizancio en la capital del Imperio, comenzando
los trabajos para embellecer, recrear y proteger la ciudad. Para ello
utilizó más de cuarenta mil trabajadores, la mayoría esclavos
godos.
Después
de seis años de trabajos, hacia el 10 de mayo de 330, y aún sin
finalizar las obras —se terminaron en el 336— Constantino
inauguró la ciudad mediante los ritos tradicionales, que duraron 40
días. La ciudad entonces contaba con unos 30.000 habitantes.
Renombrada
como Nea Roma Constantinopolis (Nueva Roma de Constantino), aunque
popularmente se la denominaba Constantinopolis fue reconstruida a
semejanza de Roma, con catorce regiones, foro, capitolio y senado, y
su territorio sería considerado suelo itálico (libre de impuestos).
Al igual que la capital itálica, tenía siete colinas.
Constantino
no destruyó los templos existentes, ya que no persiguió a los
paganos, es más, construyó nuevos templos para paganos y
cristianos, especialmente influido por estos últimos. Tal es así
que durante su gobierno se abolió la crucifixión, las luchas entre
gladiadores, se reguló el divorcio, dándose mayor protección legal
a la mujer y se mantuvo una mayor austeridad sexual, según las
costumbres que después se convertirían en cristianas. Además
construyó iglesias como la de Santa Irene y la iglesia-mausoleo,
donde fue enterrado el emperador. Constantino jamás se declaró
religioso, sólo lo llegó a ser en el lecho de muerte, siendo
bautizado por el arriano Eusebio de Nicomedia.
Nueva
Roma fue embellecida a costa de otras ciudades del Imperio, cuyas
mejores obras fueron saqueadas y trasladadas a la nueva capital. En
el foro se colocó una columna donde se emplazó una estatua de Apolo
a la que Constantino hizo quitar la cabeza para colocar una réplica
de la suya. Se trasladaron mosaicos, esculturas, columnas, obeliscos,
desde Alejandría, Éfeso y sobre todo desde Atenas. Constantino no
reparó en gastos, pues quería levantar una capital universal.
La
ciudad contaba con un hipódromo, construido en tiempos de Septimio
Severo (año 203), que podía albergar más de 50.000 personas y era
la sede de las fiestas populares y de los homenajes a los generales
victoriosos del Imperio. Sus tribunas también fueron testigo de
tribunales donde se dirimían los casos más relevantes.
También
se dio gran importancia a la cultura. Constancio II creó la primera
universidad del mundo al fundar, en el 340, la Universidad de
Constantinopla. En ella se enseñaba Gramática, Retórica, Derecho,
Filosofía, Matemática, Astronomía y Medicina. La universidad
constaba de grandes salones de conferencias, donde enseñaban sus 31
profesores.
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Cuando
llegamos a la populosa urbe era noche cerrada. Nos alojamos en casa
del tribuno Tito Arrio, cabeza de una de las más nobles familias de
la capital, con quien el amo debía tratar los asuntos que nos habían
llevado hasta allí.
Tito
era el típico romano, no muy alto, pelo negro que llevaba corto y
ojos oscuros. Nos dio fervientemente la bienvenida y nos acompañó a
nuestras habitaciones.
A
la mañana siguiente me levante temprano para atender al amo y, ya
que él estaría fuera todo el día atendiendo a sus negociaciones
con Tito y yo estaba libre de obligaciones en aquella casa, le pedí
permiso para visitar la ciudad.
-Puedes
ir- me dijo- pero no te canses demasiado, Tito ha organizado una gran
fiesta en mi honor y permaneceremos despiertos la mayor parte de la
noche. Te quiero a mi lado por si tengo que hacerte alguna consulta.
Cuando
Hulgard y Tito abandonaron la casa, salí a deambular por las calles
de Constantinopla. Quedé extasiado por las maravillas que vi allí,
pero pronto me sentí agobiado por la multitud que abarrotaba las
calles ya que no estaba acostumbrado a lugares tan populosos. Volví
pues a la casa de Tito Arrio y subí a mi habitación donde aproveché
para echar una siesta y reservar fuerzas para la noche.
La
fiesta fue multitudinaria, había gente de todo el mundo conocido.
Pude reconocer, aparte de los habituales romanos, a gente de Tracia,
Egipto, Grecia, la Galia o Hispania. Permanecí en un rincón,
apartado de la fiesta, pero de modo que el amo pudiera localizarme
fácilmente.
Era
bien entrada la noche cuando se me acercó un hombre de noble
aspecto. Era alto y fornido, pero lo que más llamaba la atención
era su larga melena roja y su pálido cutis. Pensé que se trataba de
un miembro del pueblo de mi amo, pero me equivoqué, mas tarde supe
que era un galo. Su nombre era Ansila.
-Curioso
anillo el que llevas, para ser un esclavo- me dijo. ¿Puedo verlo?
-Claro,
señor- respondí levantando la mano para que pudiera observarlo con
detenimiento.
-Muy
curioso, en efecto. Dime, ¿no es este el sello de Quinto Valerio?
-Lo
es, señor. ¿Le conociste?
-Si,
le conocí hace tiempo. ¿Como es que lo tienes tú?
-Quinto
era mi padre adoptivo, señor.
-¿Era?
-Si,
señor. Murió en un ataque de los visigodos, yo fui hecho prisionero
y vendido como esclavo al que ahora es mi amo.
-¿Y
quién es tu amo?
-Hulgard,
señor. El invitado de honor del dueño de esta casa.
-¿Hulgard?
Bien, muchacho, volveremos a vernos y hablaremos de lo que le pasó
al buen Quinto Valerio.
-Como
desees.
Se
alejo de mi en pos de Hulgard y empezó una conversación con él. Vi
que discutían de forma educada pero enérgica y, de vez en cuando,
volvían la vista hacia mi. Hulgard negaba con la cabeza, pero Ansila
insistía. Finalmente parecieron llegar a algún acuerdo, ya que se
estrecharon la mano firmemente. Ansila me miró con una sonrisa y,
tras despedirse del anfitrión, abandonó el lugar. Poco me imaginé
en ese momento que el objeto de su negociación era mi humilde
persona.
Cuando
por la mañana entré a la habitación de Hulgard para atenderle lo
encontré de pie y completamente vestido.
-¡Ah,
Héctor! Eres tú, pasa.
-¿Vas
a salir, señor?
-Más
tarde, pero no importa, siéntate, tenemos que hablar.
Hice
lo que me pedía y él acercó otra silla y se sentó ante mi.
-Héctor,
¿recuerdas al hombre con quién hablé ayer? Ese galo de pelo rojo.
-Lo
recuerdo.
-Esta
mañana uno de los esclavos de Tito te acompañará hasta su casa. Él
es ahora tu nuevo amo.
-¿Me
has vendido, señor. Es que ya no estás satisfecho de mi trabajo?
-Estoy
más que satisfecho, Héctor. Yo no quería venderte, pero ese hombre
no me dejó opción. Es una persona muy influyente y, además, pagó
una fortuna por ti. Lo siento.
-Lo
comprendo. He sido muy feliz en tu casa, siempre te recordaré con
cariño.
-Y
yo a ti. Toda mi familia te echará de menos.
Una
hora después me presentaba en casa de Ansila, mi nuevo amo.
IV
Me
recibió Antonino, un anciano sirviente que me comunicó que estaba
esperando mi llegada y que me ayudaría a ponerme presentable para
presentarme ante Ansila. Me extrañaron esas palabras pues yo me
había bañado esa mañana y llevaba puesta una de las ricas túnicas
que me había regalado Hulgard, pero no dije nada y seguí al
sirviente.
Primero
me llevó a los establos, donde un herrero me liberó de mi collar de
esclavo. Fue una extraña sensación sentirme libre de él tras
llevarlo continuamente, día y noche, durante dos años. Pregunté al
sirviente por ese hecho.
-En
casa de Ansila no hay esclavos- respondió.- El no te ha comprado, ha
pagado tu libertad.
-No
comprendo.
-Los
que estamos en esta casa somos sirvientes, no esclavos. Ansila nos
paga un sueldo.
No
dijo nada más, hizo un gesto para que le siguiera y me llevó a una
habitación donde me entregó unas ropas.
-Ansila
quiere que vistas como un romano, ponte esto.
Se
trataba de una túnica, una capa y unas sandalias, tan lujosas como
las que ya llevaba, pero a la moda de Roma. Me cambié en silencio y
finalmente fui llevado a una lujosa sala donde me dieron de comer.
Después de eso se me ordenó esperar allí hasta que se presentara
Ansila.
Ya
se había puesto el sol cuando vi a Ansila descender por las
escaleras que daban al piso superior. Me puse en pie y le hice una
reverencia.
-Amo,
espero tus órdenes.
El
se rió ante mi servil actitud, se acercó a mi y puso sus manos
sobre mis hombros.
-Héctor,
muchacho, ¿es qué Antonino no te ha explicado nada? Ya no eres un
esclavo, no debes llamarme amo.
-¿Cual
es, entonces, mi papel en esta casa, señor?
-Eres
mi invitado, y como tal serás tratado.
-¿Y
a que debo ese privilegio, mi señor?
-Quinto
Valerio era mi amigo, no podía permitir que su hijo viviera como un
esclavo. Y llámame por mi nombre, Ansila.
La
emoción que me produjeron las palabras de Ansila fue demasiado para
mi y rompí a llorar como un colegial. Ansila me rodeó con sus
brazos y secó mis lágrimas.
-Ya
se que debe haber sido muy duro para ti, no debes preocuparte por
nada. He enviado mensajeros a tu casa para que sepan que estás bien
y que regresarás cuando te hayas recuperado completamente.
-Jamás
podré pagarte lo que has hecho por mi.
-No
me debes nada, tu padre era un buen amigo, espero que también tú me
honres con tu amistad.
-Soy
yo quien se siente honrado, y agradecido de por vida.
-Está
bien, ahora vete a dormir, sube esas escaleras y ve a la derecha, tu
habitación es la segunda de ese lado, justo al lado de la mía.
Besé
agradecido las manos del hombre que me había devuelto mi antigua
vida y me retiré a mi habitación. Quedé anonadado por el lujoso
mobiliario que Ansila había puesto a mi disposición, estuve largo
rato admirando la cama, los arcones y el bello escritorio que
adornaban la estancia. Finalmente, agotado por las emociones del día,
me desvestí y me eché en la cama. Antes de dormirme entoné una
oración por Ansila, mi salvador.
Poco
podía imaginarme entonces la clase de ser que me había dado cobijo.
----------------
Cuando
desperté a la mañana siguiente, me vestí rápidamente y busqué a
Ansila para reafirmarle mi gratitud, pero no lo encontré por ningún
lado. Entré en las estancias de la servidumbre y pregunté por él,
Antonino me informó que estaba durmiendo.
Sin
nada que hacer me dediqué a deambular por la casa. Ansila era, sin
duda, un hombre adinerado. Miraras donde miraras abundaba el lujo,
paredes y suelos de mármol, muebles de maderas nobles, oro y joyas
adornaban todas las estancias; la cabeza me dio vueltas al pensar en
el poder que tenía ese hombre.
No
se cuantas horas pasé admirando cada rincón de la casa hasta que
Antonino me anunció que la comida del mediodía estaba servida.
Seguí a Antonino hasta un comedor, en la mesa solo había un juego
de cubiertos.
Una
vez más pregunté por mi anfitrión.
-Creo
que debo informarte de los peculiares hábitos de Ansila, joven
señor.
-¿Peculiares?
-Ansila
sufre una extraña enfermedad. La luz del sol le afecta la piel
produciéndole graves pústulas. Desde muy pequeño se acostumbró a
dormir durante el día y hacer su vida durante la noche.
-No
sabía que estaba enfermo. ¿Es muy grave?
-Aparte
del inconveniente de tener que evitar el sol, no le causa ningún
mal. Puedes estar tranquilo, joven señor, no es contagioso.
-Llámame
Héctor, si llamas a Ansila por su nombre, ¿porqué no vas a hacer
lo mismo conmigo?
-Como
desees.
-
Debe ser muy triste no poder ver nunca el sol.
-Ansila
está acostumbrado.
-Aún
así...
Al
llegar el final del día esperé bajo las escaleras a que Ansila
abandonara su habitación. Cuando apareció le abracé, volví a
agradecerle su bondad y le expresé mi pesar por su enfermedad.
-Eres
un buen muchacho- respondió.- No debes preocuparte por mi, ya hace
mucho tiempo que me he acostumbrado.
Fuimos
a uno de los salones y estuvimos conversando hasta que el sueño me
venció y me retiré.
Y
así transcurrieron varias semanas; durante el día me dedicaba a
deambular por la ciudad, disfrutando de sus maravillas o pasaba
largas horas disfrutando de la extensa biblioteca de mi anfitrión y
al caer el día me reunía con Ansila y manteníamos largas
conversaciones. Yo le hablaba de mi vida en la villa de mi padre
adoptivo y como esclavo de Hulgard y él me contaba las maravillas
que había visto en sus viajes por todo el mundo civilizado, hasta
que me vencía el sueño y me retiraba a mi habitación. Tanto me
fascinaron sus descripciones de esos lejanos lugares que decidí que
yo también tenía que verlos.
Me
sentía feliz en casa de Ansila, pero la idea de volver a la villa y
abrazar a mi amada Julia pesaba más en mi mente que mi fascinación
por ese hombre, así que decidí que había llegado el momento de
pedirle a mi libertador que me permitiera partir sin más demora.
Sin
embargo, antes de que me decidiera a hacerle mi petición, sucedió
algo que retrasó mis planes y cambió mi vida para siempre.
V
Una
noche, poco después de tomar mi decisión de volver a casa, acompañé
a Ansila a una de las fiestas que organizaba la alta sociedad de
Constantinopla la mayoría de las cuales solían acabar en auténticas
orgías. La casa estaba realmente abarrotada de gente, pero, a esas
alturas, yo ya me había acostumbrado a las multitudes, así que me
dediqué a pasarlo lo mejor posible.
Sin
embargo, esa noche me aburrí pronto y decidí abandonar la fiesta y
dar un relajante paseo nocturno por la ciudad. En esa época,
Constantinopla era una ciudad que nunca dormía, la vida nocturna era
casi tan activa como la diurna. De pronto, me sorprendió ver a
Ansila al otro lado de la calle, pues creía que se había quedado en
la fiesta, iba acompañado por una joven a la que llevaba agarrada
por el talle. Al principio pensé que se trataba de una de las
asistentes a la fiesta, pero al ver su maquillaje pude comprobar que
se trataba de una prostituta. Me extrañó que buscara la compañía
de una chica de la calle pudiendo escoger entre muchas de las mujeres
que asistían a la fiesta.
Mientras
tenía esos pensamientos, vi como Ansila y su acompañante entraban
en un oscuro y estrecho callejón. En esa ocasión mi curiosidad
venció a mi discreción y sigilosamente entré en el callejón en
pos de ellos.
A
los pocos pasos pude verlos de nuevo, se habían detenido y la
muchacha estaba con la espalda apoyada en la pared mientras Ansila
parecía besar su cuello. Sin embargo, mi primera impresión era
equivocada, pues cuando él levantó el rostro del cuello de ella,
pude ver la sangre que manaba por una fea herida. En ese momento,
Ansila se percató de mi presencia y volvió su rostro hacia mi.
Nunca podré olvidar la impresión que me causó ese rostro, esos
ojos brillando en la oscuridad del callejón, esos colmillos
manchados por la sangre de su reciente víctima. Entonces comprendí
los hábitos nocturnos de mi libertador, Ansila era un vampiro.
Se
lanzó contra mi a una velocidad cegadora, apenas recuerdo haberle
visto moverse, pero en un instante estaba a mi lado y me golpeó.
Pude oír sus palabras antes de perder el conocimiento.
-Maldita
sea, muchacho. ¿Sabes lo que acabas de hacer?
--------------------
Desperté
en una celda sin ventanas y sin mobiliario, la puerta estaba cerrada
y nadie respondió a mis gritos y a mis súplicas de clemencia.
Finalmente me rendí y me senté en el suelo en espera de
acontecimientos.
Pasaron
varias horas durante las cuales dormité brevemente un par de veces
hasta que, por fin, se abrió la puerta de mi celda y entró Ansila.
Se
quedó allí, de pie, mirándome fijamente. Yo apenas tenía ánimos
para mover un músculo, horrorizado por lo que había visto la noche
anterior y por lo que pudiera hacerme a mi.
-¿Sabes
lo que has hecho, muchacho?- Me preguntó repitiendo casi exactamente
las últimas palabras que había oído de su boca.
No
supe que responder.
-¿Qué
voy a hacer ahora contigo? No puedo dejarte marchar tranquilamente
sabiendo lo que sabes.
-¡Por
favor, no me hagas daño! Yo no quería...
-¡Callate!
No quiero...no quería hacerte ningún daño. Mi preocupación por ti
era sincera, en poco tiempo te habría dejado volver a casa, ya
estaba preparándolo todo para tu viaje.
Empezó
a dar vueltas por la celda con el entrecejo fruncido, como si
estuviese pensando qué hacer a continuación. Finalmente cesó en
sus paseos y se encaró conmigo.
-A
mi modo de ver, solo tengo dos opciones. La primera es matarte.
-¡No,
por favor!
-La
segunda...
Se
llevó la mano a la frente, cerró los ojos y exhaló un largo
suspiro. Como si lo que iba a decir fuera lo más difícil que había
dicho nunca.
-La
segunda opción es convertirte en uno de los míos.
Se
quedó allí, mirándome fijamente una vez más. Sus ojos me dijeron
lo que no dijeron sus labios: “Tú decides”.
¿Qué
podía decir? Solo tenía diecisiete años, no quería morir. Había
tantas cosas que quería hacer, tantos sitios a los que quería
ir...y sobre todo, estaba Julia. La idea de morir sin ver una vez más
su rostro, sin besar una vez más sus labios, se me antojaba el peor
de los castigos.
-No
quiero morir-respondí. -Haz lo que debas.
Una
vez más me sorprendió su velocidad. En un parpadeo lo tenía encima
de mí mordiendo mi cuello y sorbiendo mi sangre. Sentí como la vida
escapaba lentamente de mi cuerpo a cada sorbo que Ansila bebía de
mí. Creí que había decidido matarme cuando finalmente me soltó.
Vi su rostro manchado por mi sangre y como su piel absorbía lo que
su boca había dejado escapar. Me sonrió, mordió fuertemente su
muñeca y la acercó a mi rostro.
-La
decisión es solo tuya- dijo.
Miré
la sangre correr por su pálida piel y me pareció que brillaba con
luz propia, y sentí su olor, un olor que se me antojaba dulce como
la miel.
Acerqué
los labios a la herida y succioné con fuerza, el sabor era tan dulce
como había supuesto. Bebí largamente, con glotonería, después
perdí el conocimiento.
------------------
Desperté
en la misma celda, Ansila estaba a mi lado.
-¿Como
te encuentras?
Me
puse en pie, palpé mi cuerpo y miré mis manos. No vi nada anormal,
sin embargo, notaba una inusitada energía recorriendo mi cuerpo.
Jamás me había sentido tan fuerte.
-Me
siento bien, pero tengo mucha sed.
-Es
lo normal.
-¿Quieres
decir qué...?
-Ya
nunca más volverás a sentir sed o hambre en la misma forma que
hasta ahora. A partir de este momento solo sentirás tu nueva
sed...La sed de la sangre.
-Me
has convertido en un monstruo.
-¿Crees
realmente que yo soy un monstruo?
-Yo...No,
no lo creo. Dios me perdone, pero no creo que lo seas.
-Entonces
tú tampoco lo eres. Ven, te enseñaré todo lo que debes saber para
sobrevivir en tu nueva condición.
Me
tomó de la mano y subimos por unas estrechas escaleras que nos
llevaron a una sala que reconocí al instante. Todo ese tiempo había
estado encerrado en los sótanos de la casa de Ansila.
Subimos
a mi habitación donde me cambié de ropa y salimos a la calle.
Entonces descubrí mis nuevos sentidos. Lo primero que me sorprendió
fue mi nueva visión. Podía ver mejor en la oscuridad de la noche
que antes a la luz del día. Los colores eran más vivos, más
luminosos; los seres vivos despedían su propia luz todo era hermoso
y fascinante. Y que decir del olfato y el oído. El más
insignificante aroma, el más leve de los susurros, nada escapaba a
mi atención.
-¿Puedes
verlo? ¿Puedes sentirlo? ¿Puedes apreciar la verdadera belleza que
escapa a los simples sentidos de los humanos?
-Si,
puedo hacer todo eso. Es fascinante. Y abrumador.
-Te
acostumbrarás en poco tiempo. Ahora, vamos de caza.
Paseamos
hasta llegar a los barrios bajos, nos introdujimos en aquel dédalo
de callejuelas y poco después vimos a un borracho salir de una
taberna y le seguimos hasta llegar a una calle solitaria. Ansila se
lanzó sobre él y lo empujó contra una pared.
-Mira,
así es como debes sujetarlos para que no griten ni puedan escaparse.
Observé
como sujetaba a aquel hombre contra la pared con el peso de su cuerpo
y como con la mano izquierda oprimía su traquea para impedirle
gritar.
-Mira
su cuello. ¿Lo ves?
-Si.-conteste.
Las
venas resaltaban como cuerdas gracias a mi nueva visión vampírica.
Ansila mordió su cuello y bebió pero antes de acabarlo se apartó y
me dijo:
-Termínalo.
Sujeté
al hombre imitando la técnica de mi creador.
-Eso
es, no temas no escapará, eres mucho más fuerte que él.
Acerqué
mis labios al sangrante cuello y bebí. Nunca imaginé que su sabor
sería tan dulce, sorbí el rojo néctar hasta que sentí que la vida
abandonaba a ese hombre.
Ansila
se mostró satisfecho y afirmó que aprendería rápido.
Más
tarde atacamos a un mendigo que deambulaba por la zona. Esta vez yo
inicié el ataque y Ansila lo terminó. Una vez más se mostró
satisfecho por mi actuación.
Viví
y cacé junto a Ansila durante poco más de un año, aprendí de él
todo lo que necesitaba para sobrevivir como vampiro.
Durante
ese tiempo conocí la existencia de los licántropos. Una noche en
que paseábamos por las concurridas calles de la ciudad, atrajo mi
atención un individuo con aspecto humano, pero con una aura tan
poderosa como la nuestra. Pregunté a mi creador si sabía que clase
de ser era ese.
-Es
un licántropo, un hombre-lobo.
-¿Entonces,
también ellos son reales?
-Tanto
como nosotros. Pero no te acerques demasiado a ellos, su raza y la
nuestra no estamos en muy buenas relaciones.
-¿Porqué?
-Sucedió
hace unos quinientos años. Por aquel entonces ambas razas tenían
una buena relación, incluso en ocasiones cazaban juntos. Pero, de
pronto, nadie recuerda el motivo ni quién la empezó, estallo una
guerra entre las dos razas. Duro más de cien años y causó una gran
mortandad entre los dos bandos. Finalmente se firmó un armisticio,
pero desde entonces las relaciones entre ellos y nosotros han sido
prácticamente nulas y, excepto en muy raras ocasiones, nos ignoramos
mutuamente.
-¿Raras
excepciones?
-Se
sabe que, excepcionalmente, un vampiro y un licántropo o grupos de
ellos han colaborado frente a algún enemigo común. Pero eso es algo
extraordinario.
Pero tras ese tiempo de aprendizaje, decidí que había llegado el
momento de volver a casa. Me despedí de mi creador con lágrimas en
los ojos, lamentaba de veras separarme de él pero el deseo de volver
a ver a Julia era mayor que cualquier otro sentimiento.
Así
que partí sin volver la vista atrás mientras me devanaba los sesos
para encontrar la forma de explicarle a Julia mi nueva condición.
VI
Tardé
más de dos meses en realizar el viaje, pues a las dificultades a las
que se enfrentaba cualquier viajero en un trayecto tan largo debía
de añadir el viajar de noche y tener que encontrar un refugio donde
esconderme del sol antes del amanecer. Cuevas, madrigueras de
animales o casas de campo abandonadas fueron mis refugios diurnos;
incuso, en un par de ocasiones, tuve que enterrarme bajo tierra. Tuve
que alimentarme mayoritariamente de animales, aunque también pude
saborear ocasionalmente algún humano en alguna de las ciudades o
villas que atravesé en mi viaje.
Cuando
llegué a la villa faltaba menos de una hora para amanecer, dejé mi
caballo escondido en un bosquecillo cercano y entré en el granero
anexo a la vivienda el cual tenía un altillo donde había un viejo
arcón en desuso que había usado muchas veces como escondite en mis
juegos infantiles. El viejo mueble, aunque algo incómodo, resultó
ideal para esconderme durante ese día.
Cuando
desperté al anochecer estuve observando la casa desde el granero,
esperando que cesara toda actividad en la misma. Cuando eso sucedió
me encaramé por la pared y entré por la ventana a la habitación de
Julia. Estaba durmiendo, me acerqué silenciosamente y la observé;
seguía teniendo el mismo rostro de dulce niña que recordaba de tres
años atrás. La desperté poniendo una mano en su boca para evitar
que gritara. Al principio se removió asustada, pero cuando me
reconoció abrió los ojos como platos y se calmó, aparté la mano
de su boca y la besé.
-¡Dios
santo! Héctor, ¿eres realmente tú?
-Si,
querida, soy tu Héctor.
-¿Cuando
has llegado?
-En
realidad llegué esta madrugada.
-¿Y
porqué has esperado hasta ahora para entrar?
-Tenía
mis razones. Ahora escuchame bien, voy a contártelo todo, todo lo
que me ha pasado y cuando acabe entenderás mi comportamiento. Quiero
que me escuches sin interrumpirme y, sobre todo, en silencio. No
quiero despertar a los demás, por lo menos de momento. ¿Lo has
entendido?
Asintió
en silencio, sus ojos reflejaban el conflicto de sentimientos que
pasaban por su cabeza, la alegría por mi regreso y la preocupación
por mi anómalo comportamiento.
-Buena
chica. Cuando acabe de explicártelo todo te haré una proposición.
Quiero que pienses bien tu respuesta, ya que de ella depende que
sigamos juntos para siempre o que no volvamos a vernos jamás.
-Héctor,
me estás asustando.
-Lo
se y lo siento, querida. Ahora escucha, y recuerda guardar silencio.
Entonces
le conté todas mis desventuras, el encuentro con los bárbaros, la
muerte de nuestro padre, mi captura y mi vida como esclavo de
Hulgard, mi rescate por parte de Ansila y, finalmente, mi conversión
en vampiro.
Ella
escuchó mi narración con los ojos muy abiertos, un par de veces se
le escapó un fuerte suspiro y pareció que iba a decir algo, pero
cumplió su promesa y no me interrumpió ni una sola vez.
-¿Qué
piensas de todo esto?- le pregunté.
-Por
Dios, Héctor, no se que pensar. ¿De verdad te has convertido en un
monstruo?
-Julia,
querida, no soy ningún monstruo. Soy el mismo Héctor de siempre, el
mismo Héctor que te juró amor eterno en esta misma casa, solo que
algo cambiado.
-¿Algo
cambiado? Héctor, ni siquiera eres ya humano. ¿No ves la enorme
distancia que ahora nos separa?
-Claro
que la veo, pero eso puede cambiarse.
-¿Como?
-Haciendo
que nuestro amor sea realmente eterno.
-¡Quieres
convertirme en alguien como tú!
-Solo
si tú consientes. Piénsalo bien, Julia. Podríamos estar juntos
para siempre, realmente para siempre.
-¿Pero
a qué precio?
-No
es tan terrible como parece.
-¿Qué
pasará si me niego?
-Me
marcharé y nunca volverás a verme.
Rompió
a llorar en ese mismo instante hundiendo su rostro entre sus manos,
un llanto desesperado que sacudía su cuerpo de arriba a abajo, esa
fue la única vez que vi llorar a Julia. La dejé llorar durante
largo rato hasta que levantó la vista, se secó las lágrimas y con
una firme determinación en su mirada me dijo:
-No
quiero perderte, significas más para mi que mi propia vida. Haz lo
que debas.
“Haz
lo que debas”. Las mismas palabras que yo le había dicho a Ansila.
Parecía una señal del destino, las pocas dudas que aún tenía
sobre lo que iba a hacer se disiparon completamente al oírlas. No
esperé más, me abalancé sobre ella y repetí el ritual que Ansila
había practicado conmigo, al terminar ella se desmayó.
Cargué
con su cuerpo y salté por la ventana, fui por mi caballo que aún
esperaba paciente en el bosquecillo y emprendí el galope camino a
Roma con mi amada entre mis brazos.
La
noche anterior, en previsión de lo que pudiera acontecer, había
alquilado una casita en las afueras. Dentro había una habitación
con un pequeño ventanuco que yo cubrí con una tabla para obstruir
la entrada de la luz del sol. Dejé a Julia tendida en la cama y tras
asegurarme de que la casa quedaba bien cerrada, salí de caza. Volví
a la casa poco antes del amanecer, me aseguré, una vez más, de que
todo estaba bien cerrado y que nadie nos molestaría durante nuestro
sueño diurno y me tumbé en la cama, junto a la que ya era mi
compañera eterna y me dormí.
VII
Permanecimos
dos noches más en Roma para que Julia se habituase a su nueva vida,
permanecer más tiempo habría sido peligroso ya que alguien podría
reconocernos y eso era algo que no deseábamos. Partimos pues la
tercera noche y nos encaminamos hacia el norte y cuatro noches
después entramos en Pisae, donde nos instalamos.
Allí,
nos hicimos pasar por hermanos consanguineos, lo cual no fue difícil
ya que ambos eramos rubios y de ojos verdes, así no resultó extraño
que ambos padeciéramos la misma enfermedad cutánea que, una vez
más, usamos como escusa para nuestros hábitos nocturnos.
Una vez establecidos, envié una carta a Craso donde le explicaba que
Julia y yo nos encontrábamos bien, que nos habíamos visto obligados
a alejarnos de Roma por motivos que no podía explicar y que, por
esos mismos motivos, ya nunca volveríamos. Le encargué que vendiese
todas las propiedades de la familia excepto la casa y que ingresase
lo obtenido en el banco. Adjunté a la carta dos documentos; uno
donde le autorizaba a actuar en mi nombre y otro donde les traspasaba
la propiedad de la villa a él y a Aeto. Concluí la misiva
advirtiéndole que no nos buscara y que tanto Julia como yo
lamentábamos mucho el no habernos despedido personalmente pero que
teníamos poderosas razones para actuar de forma tan misteriosa.
Insistí en que no se inquietara, que estábamos bien de salud y que
ningún peligro nos amenazaba. Envié, también, otra carta al banco
donde les advertía de las transacciones que llevaría Craso en mi
nombre y que cuando estas hubieran concluido, transfirieran el total
a mi banco en Pisae, también les advertí que no dijeran a Craso ni
a ningún otro conocido nuestro nuevo paradero.
No
se que pensó Craso de todo eso, ni si mis palabras lo tranquilizaron
realmente, pero cumplió mis órdenes y en un par de semanas Julia y
yo pudimos disponer totalmente de nuestra pequeña fortuna.
Nuestra
vida en Pisae fue plácida, procuramos no hacer amigos para evitar
situaciones embarazosas que pudieran levantar sospechas sobre nuestra
condición pero, a pesar de nuestra vida solitaria, éramos felices.
Nos teníamos el uno al otro y eso era todo lo que necesitábamos.
Aunque lo más habitual entre nuestra gente es que un neófito
abandone a su creador poco tiempo después de su conversión, no fue
ese el caso de Julia, que permaneció siempre a mi lado. Ese
comportamiento atípico era debido a que nuestro amor se remontaba a
cuando éramos humanos. Solo la muerte podría separarnos.
Permanecimos
en Pisae unos dos años, por entonces, nos habíamos encontrado un
par de veces por las calles con algún conocido de Roma. Viendo
peligrar nuestro anonimato, decidimos alejarnos aún más de nuestra
antigua vida.
Viajamos
tomando todas las precauciones, no teníamos prisa ni ningún destino
fijo, incluso permanecimos por varios días en varias de las ciudades
que cruzábamos. Finalmente, tras varios meses de viaje, ya que la
ciudad nos encantó, nos establecimos definitivamente en Tarraco.
Corría el año 382
Eran
tiempos revueltos para el imperio. Este había crecido demasiado y
las luchas interinas por el poder estaban a la orden del día, ya por
entonces se hablaba de una división del imperio en dos grandes
bloques que se hizo definitiva cuando el emperador Teodosio I
repartió el imperio entre sus dos hijos. Arcadio recibió el imperio
de occidente, cuya capital se estableció en Milán y Honorio
recibió el imperio de oriente, con capital en Constantinopla.
Julia
y yo continuamos nuestra vida ajenos a todos estos cambios, sin
intimar con nadie, pero nuevos cambios se avecinaban para el imperio.
La
crisis se apoderó de forma definitiva de Occidente cuando los
visigodos bajo el mando de Alarico I se dirigieron hacia Italia en el
año 402. En un primer momento, el general romano de origen vándalo
Estilicón, una de las últimas grandes figuras militares de
Occidente, logró derrotar a Alarico I en la Batalla de Pollentia.
Sin embargo, las tropas romanas ya no eran tan abundantes como en
tiempos anteriores y Estilicón sólo pudo reunir los hombres
suficientes retirando buena parte de los que vigilaban la frontera
del río Rin. A resultas de ello, en la Navidad del 406 los vándalos,
suevos, francos y en menor medida los gépidos, alanos, sármatas y
hérulos, cruzaron de forma masiva el río helado y se extendieron
como una plaga por toda la Galia y luego por Hispania, saqueando
todas las ciudades a su paso.
Poco
después Alarico I volvió a amenazar a Roma exigiendo el pago de
importantes tributos, mientras en Britania un nuevo usurpador se
coronaba a sí mismo como Constancio III. Estilicón fue incapaz de
atajar la crisis y, víctima de las conjuras de los cortesanos de
Honorio, fue ejecutado en el 408. Las tropas romanas abandonaron
Britania mientras era invadida por nuevos contingentes bárbaros con
el fin de apaciguar la situación en la Galia, pero poco pudieron
hacer. En todo el Imperio la autoridad romana se desmoronaba, y sólo
las sucesivas capitales de Milán y Rávena contaban con las fuerzas
suficientes para defenderse adecuadamente.
Con
este cuadro, a Alarico le fue relativamente fácil chantajear a la
abandonada ciudad de Roma al sitiarla sucesivamente en 408 y 409,
retirándose cuando obtenía el oro convenido con el Senado. Pero en
el 410 no le pudieron entregar las 4.000 piezas exigidas y Alarico
ordenó saquear la ciudad. Tal hecho fue visto por los propios
romanos como el fin de una era y un ultraje inimaginable, pues la
antigua gran capital del viejo Imperio caía ahora saqueada por los
bárbaros. Y mientras Alarico saqueaba la ciudad, Honorio se
encontraba en Rávena rodeado de sus aduladores cortesanos y no hizo
nada para evitar el saqueo. Hacía más de siete siglos que en Roma
no entraba un ejército extranjero.
El
476 fue destronado el último emperador romano, Rómulo Augusto. La
Tarraconense fue en gran parte conquistada, el mismo año o poco
antes, por el rey visigodo Eurico y Tarragona continuó siendo una de
las metrópolis durante la monarquía visigoda.
Los
invasores impusieron el feudalismo y así empezó la época más
oscura de la historia de occidente, lo que hoy se conoce como la Edad
Media.
VIII
Si
bien los cambios fueron graduales, llegó un momento en que nuestra
vida en Tarraco se volvió insostenible. La iglesia empezó a hacerse
con su parte del poder y a finales del siglo V, los juicios a
infieles y las cazas de brujas fueron haciéndose más habituales.
Nuestros hábitos nocturnos levantarían sospechas tarde o temprano,
así que durante un tiempo fui gastando nuestro dinero en la
adquisición de joyas, más fáciles de transportar y a mediados del
año 497 abandonamos Tarraco con destino a Constantinopla.
Tardamos
tres meses en llegar a Milán, ya dentro de las fronteras del imperio
de oriente. Tuvimos que extremar las precauciones, viajando trayectos
cortos para pasar inadvertidos. Nos alimentamos durante ese tiempo
con sangre de animales, solo ocasionalmente pudimos cazar a un
pasajero nocturno o un pastor que dormía al raso. Una vez dentro del
imperio nos sentimos más seguros y nuestro viaje se hizo más
rápido. Un mes y medio más tarde pudimos instalarnos en
Constantinopla.
Busqué
a Ansila, pero no pude encontrarle, más tarde me enteré de que
había abandonado la capital poco después de mi marcha. Nunca más
volvieron a cruzarse nuestras vidas.
Discutimos
durante mucho tiempo como debíamos actuar a partir de aquel momento.
A pesar de la seguridad que nos daba vivir en el imperio, lejos del
creciente oscurantismo de occidente, eran tiempos cambiantes y
debíamos permanecer alerta. Decidimos finalmente que nuestra
seguridad estaba en la movilidad, no permaneceríamos en el mismo
lugar más que una o, a lo sumo, dos décadas. Después nos
trasladaríamos.
Y
así lo hicimos, tras Constantinopla vinieron Antioquía, Alejandría,
Cartago, Corinto y de nuevo a Constantinopla. Cuando regresábamos a
una ciudad ya había pasado suficiente tiempo para hacernos pasar por
nuestros propios descendientes y no levantábamos sospechas de algún
posible superviviente de los tiempos de nuestra anterior estancia.
Invertí en varios negocios en los lugares donde nos asentábamos y
nuestra fortuna fue creciendo con el tiempo permitiéndonos vivir más
que holgadamente.
Durante
nuestros viajes buscamos a otros de nuestra especie, ya que era la
única posibilidad que teníamos de establecer una verdadera amistad,
pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Llegamos a pensar que éramos
los únicos que quedábamos. Después de muchos años de búsqueda,
cuando ya pensábamos en desistir, les encontramos. Fue en Corinto,
en año 684.
Nos
cruzamos con ellos en una de las calles de la ciudad. Julia y yo
reconocimos al acto sus auras vampíricas y pudimos ver que también
ellos nos habían identificado como miembros de su especie. Aeneas y
Theron, tales eran sus nombres, eran griegos de nacimiento. Aeneas
era de Atenas y Theron de la misma Corinto. Ambos eran atractivos y
risueños, desde el primer momento se ganaron nuestro cariño. Los
dos trabajaban de estibadores en el puerto de la ciudad.
No
todos los de nuestra especie tienen la misma suerte que teníamos mi
compañera y yo al pertenecer a una familia adinerada cuando fuimos
convertidos. Nuestros nuevos amigos pertenecían a la clase
trabajadora cuando eran humanos y tuvieron que volver a ella tras su
conversión para poder pasar desapercibidos. Ambos habían sido
convertidos por el mismo vampiro, pero con cincuenta años de
diferencia, Cuando se conocieron y tuvieron constancia de este hecho,
decidieron unirse como pareja.
-¿Y
que fue de vuestro creador?
-No
hemos vuelto a verle-dijo Theron.- Cuando nos unimos le buscamos
durante un tiempo, pero parecía que se lo había tragado la tierra.
-Tal
vez tú te has encontrado con él alguna vez-terció Aeneas.- Es un
galo muy alto, de pelo rojo y...
-¡Ansila!
-¿Le
conoces?
-Ya
lo creo. También es mi creador.
-¿Sabes
donde encontrarle?
-No,
mi hermana y yo también le buscamos en Constantinopla, donde le
conocí, pero tampoco pude localizarlo. Como vosotros, no he vuelto a
verle.
A
partir de esa noche nos vimos a diario y , poco después, les
propusimos que se establecieran con nosotros en nuestra casa. Los
contraté como criados con un sueldo que triplicaba lo que ganaban en
el puerto. El puesto era prácticamente simbólico, ya que Julia y yo
no teníamos necesidad de criados, por lo que sus obligaciones eran
pocas y les dejaban mucho tiempo libre, así podían acompañarnos en
nuestras correrías.
De
ese modo, nos convertimos en una pequeña familia y durante el tiempo
que estuvimos juntos no nos sentimos tan solitarios.
Fue
en esa época que conocí a uno de los pocos humanos con los que
trabé amistad desde mi conversión. Se llamaba Licinio, era un
pintor que había ganado cierto renombre en esa época ya que había
participado, junto a otros artistas en la creación de lo que hoy en
día se conoce como “Los mosaicos de Justiniano”, dos
impresionantes obras que a día de hoy aún podemos contemplar en la
Iglesia de San Vidal, en Rávena. Si algún día podéis visitar la
iglesia y contemplar los mosaicos, recordad que alguna parte de ellos
son obra suya.
Licinio
fue el primero de muchos artistas que me retrató, poco a poco os iré
hablando de ellos. Aún conservo muchos de esos retratos,
lamentablemente ese no es uno de ellos, dadas las características de
la obra, un mosaico incrustado en una de las paredes de mi casa en
Corinto, no es ya, más que un recuerdo pues fue destruido en algún
momento de la historia junto a la casa.
Pero
corto fue el tiempo que compartimos con Aeneas y Theron. Cuando dos
décadas más tarde, Julia y yo, decidimos que había llegado el
momento de cambiar de ubicación, ellos decidieron quedarse. Como no
quería dejarles desamparados, puse a su nombre mis negocios y mi
casa en Corinto y nos despedimos de nuestros amigos con el corazón
encogido por la tristeza.
Unas
tres semanas más tarde, estábamos afincados en Constantinopla una
vez más. Era el año 705.
Desde
la seguridad que nos ofrecía la capital del imperio de oriente
fuimos testigos del nacimiento de un nuevo imperio, el de los hijos
del Islam.
Las
tropas árabes lideradas por Muza, Musa ibn Nusair, derrotaron al
ejército bereber terminando con su resistencia en el norte de África
en el año 700.
Mientras
tanto, en la península ibérica, Rodrigo sucede a Witiza como rey de
los visigodos tras la guerra civil visigoda de 710; gobernará en
710-711, cuando comienza la conquista musulmana entre los años 711 y
720. Fue el final del reino visigodo de Toledo, y el comienzo del
emirato Omeya de Al-Ándalus.
Ajenos
a todo eso, Julia y yo continuamos buscando durante años a otros
como nosotros, nuestras estancias en las diversas ciudades en las que
nos establecíamos se acortaron a cinco o seis años. Así cubríamos
más terreno y aumentábamos las posibilidades de dicho encuentro,
pero nuestra búsqueda fue infructuosa. Aparte de Aeneas y Theron, a
quienes visitamos un par de veces, no encontramos a ningún otro. O
realmente éramos muy pocos en aquella época o la mayoría se
escondía cuidadosamente.
Mientras
tanto, en la península ibérica se iniciaba la reconquista por parte
de los nobles visigodos.
En
el año 718 se sublevó un noble llamado Pelayo.
Fracasó, fue hecho prisionero y enviado a Córdoba (los
escritos usan la palabra «Córdoba», pero esto no implica que fuera
la capital, ya que los árabes llamaban Córdoba
a
todo el califato).
Sin
embargo, consiguió escapar y organizó una segunda revuelta en los
montes de Asturias,
que empezó con la Batalla de Covadonga de 722.
Esta batalla se considera el comienzo de la Reconquista.
Mientras
eso sucedía, decidimos buscar más allá de nuestro circuito,
viajamos hacia el norte y durante años recorrimos los reinos de
Bulgaria y Hungría. Allí encontramos a algunos de nuestra especie,
pero fue decepcionante. Los pocos que se cruzaron en nuestro camino
eran seres patéticos, solitarios, muy influenciados por el
oscurantismo reinante en el occidente feudal. Se tomaban a si mismos
por criaturas diabólicas, vestían con andrajos, se escondían en
los cementerios y en edificios abandonados, huían de las cruces y de
los ajos y cuando intentábamos explicarles que podían llevar una
vida mejor, se negaban rotundamente a escucharnos y huían de
nosotros.
Decepcionados,
decidimos volver a nuestra querida Constantinopla. Llegamos a ella
con la entrada del nuevo milenio. Era el año 1000.
Contrariamente
a lo que se cree hoy en día, ninguna ola de pánico al Apocalipsis
invadió Europa con la llegada del año 1000.
En
cualquier caso, en la Edad Media el Apocalipsis estaba en la mente de
los individuos como elemento fundamental del pensamiento religioso.
Hubo vaticinios milenaristas por parte de algunos predicadores o
monjes. Por ejemplo, Raoul Glaber, monje francés nacido en la
segunda mitad del siglo X, escribe en sus Historias: "Cumplidos
los mil años, pronto Satanás será desencadenado". La
inminencia del fin del mundo se ve reforzada por la aparición de un
meteorito, lo cual, según Glaber, presagia "algún
acontecimiento misterioso y terrible".
Pero
pasó el año 1000 y ninguno de estos vaticinios se cumplieron. En el
año 1033, las fortísimas lluvias y la hambruna que asolaron Europa
llevan a Glaber a insistir en el mismo presagio: en ese año se
conmemoraba el primer milenio de la Pasión de Cristo, lo que le hace
temer que pueda ser la fecha elegida para "el fin del género
humano". Pero, como ya he dicho, a pesar de estos rumores sobre
el fin de los tiempos, ningún pánico colectivo milenarista se
extendió entonces por Europa.
IX
En
la segunda mitad del siglo XI comenzó un período de crisis, marcado
por la debilidad del imperio ante la aparición de dos poderosos
nuevos enemigos: los turcos selyúcidas y los reinos cristianos de
Europa occidental;
En
Occidente, los normandos expulsaron de Italia a los bizantinos en
unos pocos años (entre 1060 y 1076), y conquistaron Dyrrachium, en
Iliria, desde donde pretendían abrirse camino hasta Constantinopla,
pocos años después, la Primera Cruzada se convertiría en un
quebradero de cabeza para el emperador Alejo I Comneno. Se discute si
fue el propio emperador el que solicitó la ayuda de Occidente para
combatir contra los turcos. Aunque teóricamente se habían
comprometido a poner bajo la autoridad del imperio los territorios
sometidos, los cruzados terminaron por establecer varios Estados
independientes en Antioquía, Edesa, Trípoli y Jerusalén.
Los
alemanes del Sacro Imperio y los normandos de Sicilia y el sur de
Italia siguieron atacando el Imperio durante el siglo XII. Federico I
Barbarroja intentó conquistar sin éxito el Imperio durante la
Tercera Cruzada, pero fue la cuarta la que tuvo el efecto más
devastador sobre el Imperio bizantino en siglos, la codicia por parte
de los venecianos y de los jefes cruzados de los tesoros de
Constantinopla hizo que venecianos y cruzados no respetaran el
acuerdo y tomaran por asalto Constantinopla el 13 de abril del 1204.
Tras 3 días de pillaje y destrucción de importantes obras de arte,
por primera vez desde su fundación por Constantino I, más de 800
años antes, la ciudad había sido tomada por un ejército
extranjero, dando origen al efímero Imperio Latino (1204-1261).
Huyendo
de todos estos tumultos, emprendimos una nueva peregrinación que
culminó con nuestra llegada a Barcelona, donde nos asentamos en
1260.
La
ciudad era, en esa época, un importante enclave comercial, tanto por
su situación entre el reino carolingio y los dominios musulmanes
(que fue disminuyendo conforme avanzaba la Reconquista),
como en su proyección hacia el mar. En el área portuaria era
corriente la ubicación de mercaderes de variada procedencia, sobre
todo genoveses, pisanos, griegos y egipcios, lo que nos proporcionó una buena tapadera al hacernos pasar por comerciantes genoveses.
En
1277 conocí a un sacerdote artista armenio llamado Toros
Roslin, bastante célebre en la época, ya que había hecho un
retrato a León III de Armenia cuando este era aún príncipe. Roslin
era un buen miniaturista, de modo que le encargué dos miniaturas,
una de Julia y otra mía. Aún conservo la de Julia, la mía la perdí
de la forma más lamentable que podáis imaginar.
Durante
el tiempo que Julia y yo estuvimos allí, no cazábamos en la ciudad.
Hacíamos incursiones en varias de las poblaciones cercanas que, hoy
en día, son barrios de la actual Barcelona.
Fue
en una de esas incursiones cuando aconteció la mayor tragedia de mi
larga existencia. Era el año 1297.
Nos
dirigíamos a St. Andreu del Palomar cuando, de entre la arboleda que
bordeaba el camino, aparecieron cinco hombres armados con ballestas.
-Mors
omnia solvit(1)-
gritó el que parecía el jefe. Tras esas palabras dispararon contra
nosotros.
Al
mismo tiempo que recibía una de las flechas en el muslo derecho, vi
a Julia caer del caballo con dos saetas sobresaliendo de su pecho. Al
ver esa imagen me invadió la locura. No recuerdo haberme movido con
tanta rapidez en mi vida, mi rabia aumento mi rapidez vampírica y en
pocos segundos había asesinado a cuatro de ellos e inmovilizado al
quinto, el que parecía su jefe.
-¿Porqué?-pregunté
apretando su cuello.
-No
merecéis vivir, criaturas de Satanás- respondió respirando con
dificultad.
Comprendí
entonces que esos hombres sabían quienes éramos y que nos habían
emboscado para darnos caza. Observé que todos llevaban el mismo
emblema en sus casacas. Un
escudo con las armas papales en el que estaban representados una cruz
y un cáliz bajo el cual se leía la divisa: “Deum colem, regem
serva”(2).
-¿Quién
diablos sois?-Inquirí.
-Causa
Aequa(3)- fue
su misteriosa respuesta antes de morir.
Solté
el cadáver y me acerqué a Julia que seguía tendida en el suelo.
Mis temores se confirmaron, una de las flechas había atravesado su
corazón. Julia estaba muerta.
Contemplé,
sin poder hacer nada, como su cuerpo se marchitaba y se convertía en
cenizas que fueron dispersadas por el viento. Acababa de perder a la
persona que más había amado en mi larga existencia. Por primera vez
en mil años, me encontraba solo. Así fue como me desprendí de la
miniatura de Roslin. Julia la llevaba siempre encima, así que, a
falta de un cuerpo que sepultar, enterré sus ropas y la miniatura
con mi retrato, todo lo que quedó de mi amada, al borde del camino.
Jamás regresé a ese lugar.
Tal
fue mi desconsuelo que, durante años, vagué como un alma en pena,
apartándome de los grandes núcleos de población, alimentándome a
menudo con sangre de animales salvajes, tal era mi obsesión por
mantenerme alejado de la gente. Hasta tal punto llegó mi degradación
que llegué a parecerme a aquellos vampiros búlgaros que Julia y yo
habíamos encontrado en nuestros viajes.
Pero
el tiempo lo cura todo y, finalmente, comprendí que no podía seguir
así. Me imaginé a mi amada recriminándome por mi comportamiento y
sentí vergüenza de mi mismo. Volví sobre mis pasos y cuando
regresé a Barcelona ya había recuperado mi antiguo aspecto.
Recuperé mis propiedades haciéndome pasar por mi propio
descendiente, afortunadamente, había conservado el sello familiar y
me asenté en la ciudad para recuperar fuerzas. Era el año 1494, dos
años después de que Colón descubriera América y que los reyes
católicos reconquistaran Granada dando fin a la reconquista de la
península.
Mientras,
una nueva corriente del pensamiento nacía en Italia y empezaba a
extenderse por Europa, lo que más tarde se llamaría el
Renacimiento.
(1)
“La muerte lo disuelve todo.”
(2)
“Adora a Dios y guarda la Ley.”
(3)
“Causa justa.”
X
Durante
un tiempo, me dediqué a investigar al extraño grupo que nos atacó
a Julia y a mi en aquella infausta noche. Estudié documentos
antiguos, consulté libros de heráldica buscando el insólito escudo
que portaban esos hombres, interrogué a los pasajeros que llegaban
al puerto procedentes de todas las naciones, pero no pude sacar nada
en claro. Finalmente, conocí a un anciano abad que había pasado
largos años en Roma y que pudo informarme.
Causa
Aequa era un pequeño ejercito de fanáticos religiosos financiados
por los Estados Pontificios. Su misión era la de librar al mundo de
lo que ellos llamaban “criaturas de las sombras”. Esencialmente
vampiros, brujas y licántropos.
Poco
podía hacer yo contra tan poderoso enemigo, pero juré vengarme a la
primera ocasión.
Finalmente,
llegó la hora de cambiar de aires y días después, me establecía
en París, donde adopté la personalidad del Marqués de La Roca,
noble catalán en viaje de placer. Era el año 1516.
En
Francia, la influencia renacentista italiana se dejó sentir desde
muy temprano, favorecida por la cercanía geográfica, los vínculos
comerciales y la monarquía, que ambicionaba anexionar los
territorios limítrofes de la península italiana, y lo consiguió en
algunos momentos. Sin embargo, el impulso definitivo a la adopción
de las formas renacentistas se dio bajo el reinado (1515-1547)
de Francisco I.
Este monarca, gran mecenas de las artes y aficionado a todo lo que
procediera de Italia, protegió a importantes maestros, solicitando
sus servicios para la Corte francesa (entre ellos el mismo Leonardo da Vinci,
que murió en el Castillo de Cloux),
a la vez que emprendió un ambicioso programa de revitalización
cultural que revolucionó el desarrollo de las artes en el país.
Con
mi falsa personalidad de noble y mi poder económico, no me fue
difícil introducirme en la corte, donde mis hábitos nocturnos
fueron aceptados más como una excentricidad que por mi explicación
sobre mi supuesta enfermedad. Y fue ahí, en ese lujoso ambiente,
donde menos lo esperaba, que encontré a uno de los míos. Su nombre
era Marcel.
Lo
conocí en un baile de máscaras organizado por cierta baronesa cuyo
nombre no consigo recordar. Era alto y atlético, muy apuesto, de
ojos color miel y pelo negrísimo que llevaba casi tan largo como yo.
Congeniamos
enseguida y nos convertimos en pareja. Me mostró todos los secretos
de París y me presentó a muchos miembros de la nobleza francesa.
Fue
en 1518 cuando me presentó al genial Leonardo da Vinci. Leonardo era
un hombre de fuerte personalidad, aunque en algunos aspectos se
comportaba como un niño. Hombre extremadamente inquieto, siempre
tenía sobre su banco de trabajo mil proyectos a medio terminar, era
un auténtico genio adelantado a su tiempo. Si muchos de esos
trabajos, a los que tuve ocasión de echar un vistazo y ahora
perdidos para siempre, se hubieran llevado a término, la humanidad
hubiera avanzado varios siglos más rápido de lo que lo ha hecho. Le
encargué un retrato mio vestido con una armadura medieval, un
capricho mio que pagué por adelantado. Lamentablemente, aunque
Leonardo terminó su trabajo, jamás llegué a poseer tan valiosa
obra, ya que antes de que pudiera recogerla, Leonardo murió el 2 de
Mayo de 1519. A su muerte, Francisco I requisó todos los bienes del
taller del artista para la corona, mi retrato incluido. No pude verlo
terminado hasta hace muy poco. Víctor, uno de los miembros de la
pequeña comunidad de vampiros con la que me relaciono me comentó
hace pocos años que vio ese retrato en la sede del Club Jano en
Nueva York. No se que extrañas vicisitudes pasó la obra hasta
llegar a semejante lugar, pero cuando me enteré de su actual
ubicación, me introduje subrepticiamente en el club. Estuve más de
cuatro horas contemplando extasiado la pintura, hasta que oí unos
pasos que se acercaban y abandoné el lugar.
Marcel
era un viajero incansable y raramente se quedaba en un lugar más que
un par de meses. Fue en una de esas raras excepciones cuando le
conocí, estuvo en París casi tres años. Lo seguí en su
peregrinaje por toda Europa y acabó contagiándome su ansia viajera.
Viajamos
hasta la península itálica, donde durante algunos años recorrimos
los diversos reinos italianos. Lombardía, Florencia, Módena, Los
Estados Pontificios... Durante nuestro recorrido por la península de
la bota, me imbuí del arte renacentista y aprendí a amarlo. Siempre
ha sido mi estilo pictórico preferido.
Tras
Italia vinieron Austria, Flandes, otra vez Francia y los reinos de
Aragón y Castilla. En ese tiempo, y bajo la personalidad de un noble
veneciano, conocí a uno de los más grandes artistas de todas las
épocas. Fue en Toledo, en 1580, el hombre era Doménikos
Theotokópulos, más conocido como “El Greco”.
Lo
recuerdo como un hombre de gran cultura, que había leído todos los
clásicos y que había bebido de todos los grandes artistas de su
época. Me subyugó su gran personalidad y le pedí que me hiciese el
gran honor de hacerme un retrato. Al principio se negó, pues
prefería dedicarse a la pintura religiosa, pero cuando le prometí
que haría una importante donación a la iglesia en su nombre, aceptó
el encargo y a día de hoy aún conservo ese retrato, es una de mis
más preciadas posesiones.
Después
visitamos Portugal y más tarde embarcamos hacia el Imperio Otomano,
donde pude revisitar los lugares donde Julia y yo fuimos tan felices.
En Constantinopla, que en aquella época aún conservaba su nombre,
intente localizar a Ansila, pero fue imposible encontrar la más
pequeña pista de su paradero. Tampoco pude localizar a Aeneas y
Therón cuando pasamos por Corinto. La verdad es que no he vuelto a
saber nada de ninguno de ellos.
Durante
la primera mitad del siglo XVII recorrimos Hungría y el Imperio
Germánico donde gracias a nuestro bien aprendido papel de condes
catalán y francés, pudimos disfrutar de la hospitalidad de la
nobleza de ambos reinos.
El
“Imperio” entró en crisis en el siglo XVII, tras la “Paz
de Westfalia”.
La progresiva pérdida de poder imperial fue directamente
proporcional al avance en la autonomía de cada uno de los
territorios y estados integrantes. Francisco
II fue
el último emperador. Varias
crisis y conflictos bélicos mandaron al “Sacro Imperio” a la
tumba.
Huimos
de esas tierras para no vernos envueltos en esos conflictos.
XI
Regresamos
a los Países Bajos y en 1660, en Ámsterdam, tuve la suerte de
visitar el estudio de Rembrandt Harmenszoon van Rijn “Rembrandt”.
También le pedí un retrato haciéndome pasar por un comerciante
genovés. Actualmente, es otra de las joyas de mi colección.
El
año 1700 desembarcamos en Barcelona, coincidiendo con la muerte del
rey Carlos II “el hechizado”.
Carlos
murió sin descendencia, por lo que dejó un vacío en el trono que
provocó lo que hoy conocemos como la “guerra de sucesión”. Dos
fueron los pretendientes al trono: por un lado Carlos III, el
pretendiente austríaco; por el otro Felipe V, nieto de Luis XIV de
Francia.
Los
habitantes de lo que antaño fue la corona de Aragón apoyaban al
primero, mientras que en tierras de Castilla se apoyaba al segundo.
El resultado fue un conflicto que bien puede considerarse como la
verdadera primera guerra mundial, ya que las diversas naciones
europeas apoyaron a uno u otro bando enviando contingentes al
conflicto. Fueron tiempos convulsos para esas tierras por lo que
huimos de ellas a finales del 1710, una año antes de que Carlos III
abandonara Barcelona, a raíz de la muerte de su hermano, para
coronarse en Viena como emperador del Sacro Imperio. El conflicto
terminó con la victoria de las tropas felipistas tras la caída de
Barcelona el 11 de Setiembre de 1914.
Volvimos
a Francia, y más tarde decidimos embarcarnos hacia el Reino Unido.
En 1723, en Londres, llegó a mis manos una traducción al inglés de
“La Ilíada” de Homero, la traducción era de un célebre poeta
de la época: Alexander Pope. Con el ejemplar bajo el brazo, visité
al poeta bajo la personalidad de un conde castellano, logré que me
recibiera y me firmara una dedicatoria en mi ejemplar. Cultivé su
amistad durante los siete meses que Marcel y yo permanecimos en
Londres, aún conservo el ejemplar en mi biblioteca.
Fue
entonces cuando Marcel sugirió cruzar el charco y visitar las
colonias del nuevo mundo. Le respondí que era imposible ya que el
viaje duraba unas tres semanas y que durante ese tiempo no podíamos
alimentarnos del pasaje y la tripulación del barco ya que pronto
levantaríamos sospechas.
Pero
Marcel lo tenía todo planeado. Me explicó que mucho tiempo antes de
conocernos había caído en sus manos un pergamino que contaba las
vivencias de un vampiro de la antigüedad llamado Atticus. Ese
vampiro encontró una forma para enfrentarse a ese mismo problema. Lo
llamaba “el beso”.
Atticus
atacaba a su víctima dejándola inconsciente antes de que esta
pudiera verle. Después bebía unos tragos de ella, apenas una cuarta
o quinta parte de lo que necesitaba, tras lo cual la soltaba y
ocultaba las señales de su cuello mediante el sistema de dejar caer
unas gotas de su propia sangre encima de ellas, con lo cual, quedaban
cicatrizadas al instante.
Repetía
eso con cuatro o cinco personas diferentes hasta que quedaba, por
fin, saciado.
El
resultado, era que nadie moría, las personas atacadas se despertaban
algo débiles por la pérdida de sangre y durante dos o tres días,
la luz del sol les resultaba muy molesta. Pero a los pocos días
volvían a la normalidad y todo se achacaba a un mareo.
Y
así fue como embarcamos hacia las colonias, usamos la excusa de la
enfermedad cutánea para que a nadie le extrañara que nos moviéramos
solo durante las horas nocturnas y permaneciéramos en nuestro
camarote durante el día. Unas veces usamos la técnica de Atticus,
otras nos alimentábamos con sangre de las ratas que siempre
acompañaban al pasaje de un barco en aquella época.
Así
conseguimos terminar nuestro viaje y desembarcábamos en el puerto de
Boston en primavera de 1732.
Allí
conocí a otro célebre artista, John Smybert, que pintó otro de los
retratos de mi persona que aún conservo en mi colección. No os
puedo contar gran cosa de él, era un hombre reservado y nuestra
relación se limitó a los ratos que pasé posando en su estudio.
Pasamos
algunos años visitando las colonias viajando siempre hacia el sur.
Marcel parecía disfrutar mucho, pero a mi nunca me atrajeron esas
tierras ni sus gentes y estilo de vida, por eso, cuando decidió
afincarse definitivamente en Nueva Orleans, harto ya (según me dijo)
de tanto viajar, me separé de él para volver a Europa. Acabábamos
de entrar en el siglo XIX, era el año 1801.
Continué
viajando sin parar de un lado para otro, Mi primera parada fue la
Francia bonapartista. Las noticias que llegaban al nuevo mundo de las
andanzas de Napoleón despertaron mi curiosidad. Adopté la
personalidad de un comerciante de las américas, ya que hacerme pasar
por noble no me hubiera beneficiado en absoluto.
Bonaparte
instituyó diversas e importantes reformas, incluyendo la
centralización de la administración de los Departamentos,
la educación superior, un nuevo código tributario, un banco
central, nuevas leyes y
un sistema de carreteras y cloacas. En 1801 negoció
con la Santa Sede un
Concordato, buscando la reconciliación entre el pueblo católico y
su régimen. Durante el año 1804 se dictó el Code civil des Français, también conocido como Código
Napoleónico,
que consiste en la redacción de un cuerpo único que unificara las
leyes civiles francesas.
El Código fue preparado por comités de expertos legales bajo la
supervisión de Jean Jacques Régis de Cambacérès quien se desempeñó como Segundo Cónsul desde 1799 a 1804;
Bonaparte, sin embargo, participaba activamente en las sesiones del
Consejo de Estado, donde se revisaban las propuestas de leyes. Este
código influyó de manera trascendental en el mundo jurídico,
siendo la piedra angular del proceso de codificación.
Otras
normas dictadas durante la regencia de Napoleón fueron el Código
Penal de 1810 y
el Código de Comercio de 1807.
En 1808 fue
promulgado el Código de Instrucción Criminal, estableciendo reglas
y procedimientos judiciales precisos en esta materia. Si bien los
estándares modernos consideran que dichos procedimientos favorecían
a la parte acusadora, cuando fueron promulgados era intención de los
legisladores resguardar las libertades personales y remediar los
abusos que normalmente ocurrían en los tribunales europeos. Si bien
es cierto que Bonaparte era un regente autoritario, no es menos
cierto que la mayoría de Europa estaba gobernada por monarquías
absolutas. Bonaparte trató de restaurar la ley y el orden después
de los excesos causados por la Revolución, al mismo tiempo que reformaba la administración del Estado.
Tras
Francia vinieron Inglaterra, Austria, Rusia, Italia...No me cansaba
de conocer nuevos y maravillosos lugares. Disfrutaba tanto del propio
viaje como de mis cortas estancias de los puntos que visitaba.
En
1810, en la ciudad alemana de Weimar trabe amistad con el pensador y
literato Johann
Wolfgang von Goethe.
Goethe
fue uno de los pocos humanos con los que trabé una auténtica
amistad, y el único al que confesé mi condición de vampiro. Lejos
de horrorizarse al tener conocimiento de ello, quedó fascinado por
mi persona y no cesaba de interrogarme acerca de los más variados
aspectos de mi vida. Incluso pensé en convertirle en uno de los
nuestros, pero él adivinó mis pensamientos y me rogó que no lo
hiciera. Respeté sus deseos y cultivé su amistad durante los dos
años que permanecí en Weimar. Aun conservo un ejemplar de su obra
“Las
afinidades electivas” con una dedicatoria suya.
XII
En
1815, en Barcelona, tuve otro curioso encuentro. Paseaba aquella
noche por las afueras cuando oí un tumulto. Me acerqué y pude ver a
un grupo de ocho individuos atacando a una solitaria figura. Pude
reconocer en esa figura a un licántropo de gran tamaño, debía de
medir más de dos metros y a pesar de presentar varias heridas
producidas por los sables que esgrimían sus atacantes, se defendía
con bravura. Recordé las palabras de Ansila sobre esos seres y de
las tensas relaciones que tenían con los de mi raza, pero pensé que
sus atacantes podían pertenecer a Causa Aequa y mi odio hacia ese
grupo me decidió. Salté sobre ellos y me uní a la lucha en favor
del peludo desconocido. Pronto cuatro de ellos estaban en el suelo,
muertos y los otros cuatro huyeron como alma que lleva el diablo.
El
licántropo se quedó mirándome con la duda reflejada en los ojos,
por un momento pareció que iba a decirme algo, pero en ese momento
se desmayó recuperando su forma humana, un joven muy bien parecido
que no debía tener mucho mas de dieciocho años. Me acerqué a él y
vi como se desangraba por dos profundas heridas que, al contrario de
otras que le habían infligido, no se habían cicatrizado. Mordí mi
muñeca y dejé que la sangre goteara sobre las heridas del muchacho.
Este despertó mientras realizaba esta operación y me preguntó que
diablos estaba haciendo.
-Tranquilo-
le dije.
Se
dio cuenta de que sus heridas cicatrizaban al contacto con mi sangre
y permitió que terminara sin hacer más preguntas.
-Gracias
por tu ayuda, sanguijuela, creí que no lo contaba.
-Ni
lo menciones. Dime, esos tipos... ¿Eran de Causa Aequa?
-No,
son un grupo independiente. Creo que se les habrán terminado las
ganas de atacar a los nuestros. ¿Porqué me has ayudado?
-Uno contra ocho es demasiado injusto, incluso para alguien como tu.
Además, creí que eran de Causa Aequa, y tengo poderosas razones
para odiar a esa gente.
Mateo,
tal era su nombre, estaba demasiado débil por sus heridas, así que
le llevé a mi casa para que pudiera descansar. La noche siguiente,
le acompañé a su casa en una bonita calesa que había adquirido
hacía pocos días.
Mateo
vivía en una pequeña aldea a unos veinte kms de Barcelona hoy en
día desaparecida. Todos en la aldea eran licántropos, una extensa
manada. La casa de Mateo se hallaba en el centro de la aldea. Temí
que nunca saldría vivo de allí, ya que a medida que avanzábamos
por las calles, de todas las casas iban saliendo sus habitantes,
transformados en su forma lupina. Supongo que detectaron mi aura
vampírica desde el momento en que entré en la población. Sin
embargo, se fueron calmando al ver a Mateo sentado a mi lado haciendo
gestos tranquilizadores.
Cuando,
guiado por Mateo, detuve la calesa frente a una de las casas, salió
a recibirnos un hombre que aparentaba unos cuarenta años y que
resultó ser el padre de Mateo, Tomás, el líder de la manada.
-La
manada entera está en deuda contigo, Héctor. Se que es muy raro que
nuestras razas colaboren, pero si alguna vez necesitas ayuda,
contacta con nosotros- me dijo cuando Mateo le explicó lo que había
hecho por él.
Pasé
una semana como invitado de la manada cuyos miembros me trataron como
a un rey, pero finalmente volví a Barcelona no sin antes
comprometerme a mantener el contacto con mis nuevos amigos.
Ese
mismo año, en un teatro donde representaban Romeo y Julieta, conocí
a Marcos, un joven barcelonés que, aunque esté mal que yo lo diga,
sucumbió a mis encantos. Lo convertí la noche siguiente, cuando
ambos acudimos juntos a una fiesta de la alta sociedad barcelonesa.
Marcos me acompañó en mis viajes hasta que me abandonó, en
Londres, dos años más tarde. Pero él mismo os contó sus
aventuras, así que no me extenderé más en ese capítulo de mi
vida(4).
En
1821, cansado, yo también, de mi fiebre por viajar, me afinqué en
las afueras Barcelona. Ese mismo año conocí a Ruth, una bella
vampiresa de quinientos años de edad, que bailaba en un cabaret.
Ruth tenía como pareja a otra bella vampiresa, María, que se
dedicaba a lo mismo que Ruth, pero en otro local. Ambas eran muy
bellas, pero Ruth tenía algo realmente especial que me atrajo desde
el primer momento. Las acompañé a ambas durante un tiempo, hasta
que convencí a Ruth que se convirtiera en mi pareja y viniera a
vivir conmigo en mi finca barcelonesa.
Realmente
disfruté el tiempo que pasé con ella. Ruth tenía un instinto
depredador muy desarrollado, realmente disfrutaba con la caza y cada
noche inventábamos nuevos juegos para engañar y atraer a nuestras
víctimas. Llegué a amarla casi tanto como a mi queridísima Julia.
Pero
por aquella época desarrollé un gran instinto de territorialidad.
No soportaba que otros de mi especie invadieran lo que consideraba mi
territorio privado de caza. Cuando uno de ellos se internaba dentro
de sus límites no tardaba en detectarlo y lo expulsaba
inmediatamente. Por lo general solo tenía que mostrarme abiertamente
ante él (o ella) y al ver mi poderosa aura de casi dos mil años
huía aterrorizado. Pero una vez, uno de ellos me desafió y le
arranqué el corazón con mis propias manos. Esa fue la razón por la
que Ruth, aterrorizada por mi acto, me dejó. Era el año 1960.
Tras
ese periodo de inactividad decidí viajar de nuevo, visité diversas
ciudades de Francia e Italia y así fue como llegué a Roma en el año
1961 y conocí a una mortal que me atrajo nada mas verla. Era una
morenaza realmente espectacular, la seduje y la convertí en mi nueva
compañera en el corto espacio de una semana. Su nombre era Vittoria.
Sin embargo, todo lo que tenía de bella lo tenía de taciturna, era
tan sosa y aburrida que no me importó en absoluto que me abandonara
nueve meses después, en Agosto de 1962. Nos encontramos casualmente,
en Nápoles, con Marcos y su compañero, un vampiro de origen francés
llamado René. Durante dos noches Marcos y yo cazamos juntos de
nuevo, ambos nos alegramos tanto de nuestro reencuentro que nos
olvidamos de nuestras respectivas parejas. Cuando nos dimos cuenta de
ese hecho,Vittoria y René ya habían decidido abandonarnos y unirse
como pareja. Se quedaron en Nápoles, en la casa que Marcos y René
habían compartido hasta entonces en esa ciudad.
Marcos
y yo volvimos a mi Barcelona, cada cual por su lado. Yo me instalé
en mi residencia en las afueras de la ciudad. Un par de meses mas
tarde, un curioso anuncio en la sección de clasificados de un
periódico atrajo mi atención. “Mayordomo diplomado se ofrece a
caballero de hábitos nocturnos y amante de la hemoglobina.
Referencias si”. Claramente ofrecía sus servicios a un
vampiro, despertó mi curiosidad, contacté con él y le cité para
una entrevista de trabajo.
Jaime,
tal era su nombre, tenía treinta y dos años y llevaba diez al
servicio de cierto noble alemán que había sido convertido en uno de
los nuestros unos doscientos años atrás. Llevaba una carta de su
antiguo amo que ensalzaba sus servicios y le recomendaba a quien
estuviese interesado en ellos. Jaime me comentó que tuvo que
trasladarse por motivos de salud, el clima mediterráneo le favorecía
más. Pedía unos honorarios escandalosos, pero dadas las
circunstancias, acepté. Aún sigue al cargo de mi residencia en
Barcelona.
Permanecí
ocioso hasta que en 2003 recibí la visita de Ruth y Marcos
acompañados de otros dos vampiros, Víctor y Sandra. Juntos nos
vimos envueltos en una batalla contra un comando de Causa aequa.
También conoceréis este suceso si habéis leído los escritos de
Víctor(5).
Lamento
de veras mi actuación de esos días, a punto estuvo de causar la
muerte de mis amigos. Mi única escusa es el gran dolor que esos
fanáticos me causaron en su día y que enturbia mi mente cada vez
que lo recuerdo.
- Ver: “Causa Aequa”
EPÍLOGO
Tras
ese suceso viajé a París, Roma y finalmente Nápoles, donde me
reencontré con Vittoria y René, conviví con ellos casi un año
pero de nuevo me entraron ganas de viajar. Me dirigí de nuevo al
continente americano y recorrí durante varios meses la costa este
hasta que en verano de 2005 llegué a Nueva Orleans, donde Marcel,
avisado de mi llegada, me estaba esperando. Volver a cazar al lado de
mi antiguo compañero fue una auténtica catarsis. Disfruté
realmente de su compañía y dilaté mi estancia durante poco más de
un año, pero acabé despidiéndome de Marcel para continuar mi
peregrinación. Continué viaje hacia el oeste, recorrí en rápida
sucesión Texas, New Mexico, Arizona y finalmente California donde
volví a asentarme un tiempo en la ciudad de Los Ángeles.
A
finales de 2009 desembarqué en Haití, donde poco después, el 12 de
enero de 2010 se produjo el tristemente célebre terremoto que desoló
la isla. Permanecer en un lugar donde se ha producido una catástrofe
de esas dimensiones, facilita la vida a un vampiro. Es tal la
cantidad de cadáveres víctimas del hambre y las enfermedades, que
nuestras presas pasan totalmente desapercibidas.
En
2011 me reencontré con Víctor y Ruth en Port-au-Prince, venían
acompañados por un vampiro neófito llamado Thomas. Solo llevaba
tres días como vampiro, pero me fascinó el aspecto de su aura. Más
tarde me enteré que era debido a que Thomas era telépata antes de
convertirse. Cuando Víctor y Ruth resolvieron sus asuntos en
Haití(6), Thomas se quedo a mi lado como mi nuevo compañero. Un año
después, Thomas y yo nos establecimos en Nueva York, donde también
residían nuestros amigos. Y esto nos lleva al presente y, por lo
tanto, al final de esta historia. Son casi dos mil años de historia
condensados en unas pocas páginas que espero que hayan podido
entreteneros durante un rato.
Héctor
Laureano Claudio, Abril de 2013.
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Ver: “Reencuentros”
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