sábado, 10 de diciembre de 2011

El Maestro

Me agarro al pomo de la silla de montar manteniendome en equilibrio con dificultad. Nunca me había imaginado que fuera tan difícil montar en burro, pero es el único medio de transporte que puede llevarnos a mis compañeros de expedición y a mi hasta la cima de la montaña.

Observo a mis compañeros de viaje, son tres, sin contar el guía que nos conduce a nuestro destino.

Son dos hombres y una mujer. Un hombre de unos sesenta años vestido como Indiana Jones, un joven de unos veinte años con una larga melena rubia que mantiene apartada de su rostro con una cinta alrededor de la frente y vestido como uno de los hippies de la película “Hair” y una mujer que debe rondar el medio siglo vestida con un chándal de carrefour, va bien peinada pero no me cuesta nada imaginármela con la cabeza llena de rulos.

Me pregunto que les habrá traído hasta aquí y si les habrá costado tanto como ha mi ser aceptados para ver al maestro.

Porque a mi me ha costado horrores. Antes de formar parte de esta expedición, he tenido que buscar viejos pergaminos en antiguas bibliotecas, escalar montañas, explorar en una selva virgen en busca de una ciudad perdida y una vez en esa ciudad, adentrarme por estrechos pasadizos llenos de trampas ocultas e infestados de bichos en busca de la pista definitiva que me ha traído hasta aquí.

Muchos han sido los peligros, muchas veces he mirado a la muerte a la cara, pero hoy, por fin, podré ver al maestro. Hoy podré preguntarle que debo hacer para darle sentido a mi vida.

Cuando llegamos a la cima nos extasiamos con la contemplación del antiguo monasterio, pero nuestro guía no nos deja quedarnos parados mucho rato y nos empuja al interior. Cruzamos un largo pasillo y entramos en una sala de reducidas dimensiones vacía a excepción de un banco apoyado en una de las paredes. El guía, nos hace sentar en un orden determinado, que nada tiene que ver con nuestro orden de llegada, yo quedo el último en esa fila de espera.

El guía abre una puerta en la pared opuesta de la que hemos entrado y la cruza, poco después aparece de nuevo y llama al viejo vestido de Indiana Jones, este se levanta y cruza la puerta junto al guía.

La espera no es muy larga, apenas han pasado cinco minutos cuando el guía aparece de nuevo por la puerta y llama a la mujer.

No hemos visto salir al viejo, por lo que deduzco que la siguiente sala tendrá otra salida. El joven hippie y yo nos miramos, pero no cruzamos palabra, tenemos prohibido hablar entre nosotros, esa es una de las condiciones para ver al maestro, guardar silencio absoluto en todo momento.

Esta vez la espera se alarga hasta casi dos horas, pero finalmente, el guía aparece de nuevo por la puerta y llama al hippie. Lo veo desaparecer tras la puerta y me pregunto cuanto tiempo se demorará el maestro con el.

Cambio de lugar en el banco y me siento lo más cerca posible de la puerta, debo hacer un titánico esfuerzo de voluntad para no morderme las uñas.

El tiempo pasa lentamente. Una, dos...seis horas y ni rastro del guía ni del maestro ni de ninguno de los otros. ¿Se habrán olvidado de mi? Deshecho esa idea de inmediato. Simplemente, el joven hippie requiere más tiempo que la mujer o el viejo. ¿Cuanto tiempo necesitará el maestro conmigo?

Han pasado casi ocho horas después de la desaparición del joven hippie salido de “Hair” cuando la puerta se abre y el guía requiere mi presencia.

Entro en una sala enorme, de techo tan alto que no se puede ver, ya que la luz de las velas que iluminan la estancia no llega a tanta altura y solo veo una mancha de oscuridad.

Entonces veo al maestro, esta sentado en el suelo, en el centro de la sala, en una extraña postura que, en mi ignorancia, asocio con el yoga. No puedo creer lo que veo. Hacía ya tiempo que había rechazado la imagen de un anciano vestido con una túnica de lama tibetano, así que no sabía que esperar, pero jamás se me hubiera ocurrido encontrarme con esa visión.

El maestro es un niño. O por lo menos, tiene el aspecto de un niño, de unos ocho o diez años. Calza unas Nike blancas y viste unos vaqueros desgastados y una camiseta de Megadeth.

Me quedo mudo, no se que decir. Él me observa divertido y, finalmente nuestras miradas se encuentran. Veo en sus ojos una sabiduría infinita y en ese momento “se” que el “sabe”. No hacen falta palabras, se limita a mostrarme otra puerta al otro lado de la sala.

Me dirijo a esa puerta, apoyo la mano en la manija y me giro para mirar otra vez al maestro. El me sonríe y hace un gesto afirmativo. Abro la puerta y cruzo al otro lado.

Estoy en mi casa, mi mano está apoyada en la manija de la puerta abierta de mi dormitorio, miro atrás y veo el salón comedor. Pero entornando un poco los ojos, puedo ver la figura traslúcida del maestro que aún me sonríe.

Y oigo su voz.

-”Lo que da sentido a tu vida, no es la meta... es el viaje.”

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